Bienvenidos a LA NACIÓN DE URANIA
Existen pirámides en la Argentina
Las ásperas sogas ya mordían las carnes de mis muñecas y tobillos cuando traté de apoyar mejor mi espalda sobre la húmeda y extrañamente rojiza piedra. Acalambrado, sudoroso y con miedo, luché inútilmente una vez más, tratando de escapar de los nudos que me mantenían maniatado, antes de que el sol del amanecer asomara por entre los picos gemelos del oeste. Sentía, más que escuchaba, la opresiva presencia de la multitud, expectante y festiva, aglomerada al pie de la escalinata de piedra y veinte metros por debajo del altar. El sol apareció entonces, y un rugido del pueblo recibió su presencia. Con la sangre golpeándome las sienes, tironeé una y otra vez mis ataduras mientras la sombra del sacerdote sacrificador, con el ´tumi´ –el cuchillo ceremonial de hoja filosa, semicircular– levantado en la diestra, ya caía sobre mi pecho. Sus ojos, febriles de ´cebil´, la sagrada planta alucinógena, buscaban mi corazón para propiciar a Pachamama, la diosa de la fertilidad. Y con la velocidad del rayo descargó el golpe sobre mi cuerpo, mientras mi terror se fundía con el último grito.
Fue el grito –creo que no otra cosa– lo que me despertó, sentado en la bolsa de dormir y la frente y las manos perladas de sudor. Temblando, humedecí mi boca con un sorbo de agua de la caramañola y me incliné para abrir la entrada de la carpa. Afuera, la luna brillaba fantasmal sobre el ruinoso y desierto centro ceremonial indígena, en ese pequeño valle perdido entre montañas al noroeste de la provincia argentina de Catamarca, donde había acampado. El sueño –gracias a Dios, sólo se trataba de eso– había sido necesaria consecuencia de las sorpresas de las últimas horas: descubrir que en nuestro país, pirámides, prácticas de hechicería con drogas y sacrificios humanos, acompañados de canibalismo ritual, también eran parte de nuestra historia.
¿Hubo una ´civilización de las pirámides´ sobre el planeta?
Cuando uno habla de pirámides, inexcusablemente se piensa en Egipto o en México que son, cuanto menos turísticamente, las conocidas por el común de la gente. Pero a poco de andar en estos temas, uno encuentra con sorpresa que pirámides –ciertamente, de distintas alturas y complejidades– las hubo sobre toda la faz del planeta: China, Perú, Tailandia, Islas Canarias, Mongolia, Zimbabwe… Incluso, se afirma que al norte del Brasil, en las espesuras vírgenes del Matto Grosso, observadores aéreos han divisado en medio de la selva tres gigantescas construcciones de este tipo.
El tema de las pirámides es en sí una caja de sorpresas. En contra de lo que popularmente se cree, por ejemplo, la pirámide más gigantesca no es egipcia –la de Keops– sino mexicana –la de Cholula–. Mientras que la primera tiene una altura de ciento cincuenta metros y doscientos metros de lado, su adláter americana tiene… doscientos cincuenta metros de altura y cuatrocientos cincuenta de lado. Monstruosa edificación que permitiría, prácticamente, colocar cuatro ´Keops´ en su interior, con el agravante de estar construída en una de las selvas más mortales del mundo.
El uso que les haya sido dado también es motivo de especulaciones. Una cosa es cierta: por lo general no fueron tumbas, el cual es otro de los mitos creados en torno a ellas. La de Keops, volviendo al caso, se llama así por –hipotéticamente y según la arqueología oficial– haber sido levantada durante el reinado de ese faraón y no por la suposición, sin mucho fundamento más allá del especulativo, de haber sido su tumba, la cual, precisamente, ha sido descubierta doscientos kilómetros más al sur. Gran biblioteca de piedra, observatorio astronómico o centro esotérico de iniciación, practicamente todas las hipótesis pueden aplicársele.
Finalmente, está el misterio –en realidad, una colección de ellos– de su ingeniería. Desde Herodoto –el así llamado ´padre de la Historia´– hacia aquí, incontables generaciones de intelectuales se han devanado los sesos tratando de explicar cómo fueron hechas. Y al día de hoy, la mayoría de esas ´explicaciones´ siguen siendo improbables. El problema comienza cuando algún arqueólogo o historiador cree ´descubrir´ –yo diría ´inventar´– una técnica de construcción piramidal, que parece muy simpática en el papel pero, dado que la mayoría de esos especialistas ignoran por completo física, matemática, cálculo de resistencia de materiales y un largo etcétera, sus respuestas no pasan nunca a demostrarse en la práctica.
Aquí están, éstas son
Los que desde hace años nos venimos dedicando al estudio de estos enigmas, tropezamos a veces con cosas curiosas; en mi caso, por ejemplo, advertir que en medios periodísticos desde 1989 estaba circulando la versión de que en el norte de nuestro país –más concretamente, en las localidades catamarqueñas de Santa María y Andalgalá– habrían sido descubiertas pirámides escalonadas, asociadas a centros de culto religiosos diaguitas, calchaquíes e incas y, en contra de lo que pareciera dictar el sentido común, ninguno de mis colegas se había tomado el trabajo de verificar la información. Pero mucha más sorpresa me causó comprobar la desidia, indiferencia o llámenle como quieran, de los mismos arqueólogos –o tal vez debería escribir ´algunos arqueólogos´– que, conocedores de su existencia, minimizan su importancia o no incentivan a las autoridades responsables a explotar adecuadamente tales riquezas culturales de nuestra tierra.
En parte, quizás tengan razón. El turista es, casi por naturaleza, un depredador, y las visitas de contingentes con camisas floreadas, sombrillas y cámaras fotográficas a tales lugares podría acabar rápidamente con ellas (¿imaginan a cada visitante llevándose una piedrita de recuerdo?) además de dañar ecológicamente el delicado equilibrio de esos sistemas. Pero el turismo también genera ingresos que, sabiamente administrados -aunque se pone bravo este asunto con la corruptela imperante- pueden aplicarse a la preservación de esos lugares.
¿Sabían que en todo el NOA (Noroeste Argentino) hay más de trescientos (sí, 300) yacimientos arqueológicos?. ¿Sabían que en Catamarca existe una ciudadela entre las montañas que nada tiene que envidiarle al Machu Pichu peruano, excepto quizás la inteligente difusión dada a éste último?. ¿Aparece en nuestros libros de Historia que toda esa región, desde principios de nuestra era hasta la llegada –más que destructiva– de los conquistadores, fue el centro de una avanzada cultura, social, técnica y religiosamente hablando, con caminos, fortificaciones defensivas, plazas y mercados que reunían en las festividades a trescientas mil personas, hospitales públicos, médicos, funcionarios administrativos eficientes, granjas comunitarias, sistemas de riego gratuitos, observatorios astronómicos, escuelas?.
Nuestros indígenas, ciertamente, no eran ´salvajes´. Y aún sus costumbres, que hoy pueden parecernos chocantes, tienen su explicación. El consumo de plantas alucinógenas por ejemplo, no era un vicio social –como ocurre en nuestra orgullosa civilización– sino una práctica reservada a unos pocos hombres y mujeres preparados y en ocasiones especiales, para experimentar estados alterados de consciencia, acceder así a ´otra´ realidad y transformarse en portavoces de los dioses. El canibalismo no era simplemente la costumbre de masticarse al vecino. Se trataba de prisioneros de guerra, consagrados y tratados con sumo respeto durante un año –generalmente, caciques enemigos– a los que una vez sacrificados les eran extraídos cerebro, corazón y testículos, comidos éstos por los gobernantes. ¿La razón?. Más allá de la repugnancia que podemos sentir, seríamos injustos en no reconocer que se trataba de un verdadero homenaje al enemigo, porque lo que se buscaba era incorporar las cualidades de virilidad (testículos), coraje (corazón) e inteligencia (cerebro) del contrario. Pregunta: ¿quién es más respetuoso con el enemigo; aquellos antepasados nuestros que aún en la guerra reconocían así las virtudes del enemigo, o nosotros, en nuestras ´guerras civilizadas´ en que dejamos pudriéndose los cadáveres de los combatientes del otro bando y nos mofamos de ellos?.
Los grandes centros poblados de esas culturas tenían, todos, sus propios lugares de culto. Constituían agrupaciones de grandes piezas amuralladas (como las de Hualfín y Shincal) con habitaciones para los sacerdotes, despensa para los peregrinos y dormitorios, ´cuartos de sudar´ (una ocupación imprescindible como parte del proceso de purificación, y similares a nuestros baños sauna) oratorios y, finalmente, los ´ñuñus´: pirámides escalonadas, de dos, tres y hasta cuatro niveles, construídas de tierra (similares, en ese sentido, a los ´mounds´ estadounidenses que imitan figuras animales de gigantescas proporciones) asentadas con lajas de piedra, de entre quince y veinte metros de altura, en la cima de las cuales se impetraba a los dioses o se sacrificaban prisioneros.
De una antigüedad de entre seiscientos y ochocientos años, quedan restos de ellas en las dos localidades ya citadas. Digo restos porque, a través del tiempo, fueron concienzudamente destruídas. Primero por ´vasijeros´ o buscadores de tesoros reales o imaginarios que las han venido excavando desde los tiempos de la conquista; luego por habitantes de la zona, puesteros y arrieros en su mayoría, que han retirado las grandes piedras que las cubrían para sus particulares necesidades dejándolas así expuestas a la acción erosionante de los vientos (que hay que verlos soplar en la región) y finalmente por algunos sacerdotes católicos celosos de su oficio que aplicaron el criterio de que destruyendo los lugares de reunión religiosa de los nativos, irían así destruyendo el corazón de sus propias creencias. Hoy en día de estos ´ñuñus´ o pirámides sólo sobreviven, en parte, los niveles inferiores. empero, la magnificencia de la superficie cubierta, la soledad y lo desértico del paisaje, la altura (donde hasta respirar se hace trabajoso, y cuánto más lo sería acarreando semejantes piedras) todo se conjuga para pasmar de admiración al viajero, ante la perseverancia, el tesón y la inteligencia de los aborígenes.
A modo de conclusión
¿Cuál es, más allá del antropológico, el verdadero valor de haber constatado la existencia de pirámides en Argentina?. Exactamente, romper con dos conceptos que parecen transpirar de los manuales escolares: que antes de la colonia y la organización política de nuestro país, estas tierras estaban sólo habitadas por indígenas primitivos, bárbaros y, si se quiere, hasta aislados culturalmente del mundo. Personalmente creo que tal concepto es uno más del imperialismo intelectual al que se ha visto reiteradamente sometida nuestra identidad; si lo aceptamos, en consecuencia todo lo que venga de afuera será mejor y si por ´accidente´ se pierde o destruye lo autóctono, bueno, las pérdidas no serán de lamentar.
Los ´ñuñus´ y sus cultos asociados demuestran otras cosas: quizás tardíamente sí, pero ya conocen aquello de ´más vale tarde…´, nuestros pueblos precolombinos se integran a un intercambio de conocimientos que muchos siglos antes había comenzado en Asia, Africa, pasó luego a Mesoamérica (fíjense qué curioso; en el único lugar de Europa donde hay restos de pirámides es en las islas Canarias, según algunos investigadores vinculadas a América a través del desaparecido puente de la Atlántida) y de ahí a Sudamérica llegando a nuestras latitudes. Conocimientos que reflejaban en un tipo de construcción (las pirámides) toda una simbología común; el acceder a otras dimensiones mediante el shamanismo de la droga, el culto al tigre (el puma, asimilable al jaguar, en nuestras latitudes) y el dragón (aquí, la serpiente) algo que existe desde China hasta la Argentina primitiva, el conocimiento de que ciertos lugares geográficos en las montañas tienen una ´energía especial´, una fuerza telúrica que los hace obvios puntos de concentración ceremonial: en este sentido, nos comentaba en la ciudad de San Fernando del Valle de Catamarca el arqueólogo Nicolás de la Fuente que cerca de Ancasti él ha descubierto un centro religioso impresionante, con farallones de piedra cubiertos de miles de pinturas rupestres religiosas.
A muchos kilómetros de distancia desde donde estoy escribiendo estas líneas, y a mil metros de altura, en una pequeña meseta perdida entre montañas no lejos de Santa María, un centro ceremonial con su pirámide vuelve a dormir el sueño de milenios después de haber sido perturbado por unos pocos aventureros (como, si se quiere, es mi caso) que se atrevieron a llegar hasta allí bajo un sol achicharrante y sin una gota de agua en decenas de kilómetros a la redonda. El descubrimiento que en 1989 anunciara el historiador Rubén Quiroga, director del Museo Antropológico de Santa María, vuelve a ser cubierto por el manto del olvido. Pirámides, la experiencia psicodélica de la droga sagrada, desde el ´peyote´ mexicano hasta el ´cebil´ local, remembranzas de noches iluminadas por antorchas donde en la gran plaza un hombre con piel de jaguar y una mujer cubierta con los cueros de muchas serpientes bailan una hermética danza de guerra mitológica cuyos oscuros orígenes se pierden en la noche de los tiempos.
¿Qué significan esas ´escaleras al cielo´?. ¿Qué quieren transmitirnos, aun hoy, los pocos sobrevivientes del culto al tigre y la serpiente (y no puedo dejar de pensar en los brazos quemados del ´pequeño saltamontes´ de la serie ´Kung Fu´)?. ¿Qué puertas cósmicas habrían los alucinógenos ciertas noches del año en ciertos lugares de la montaña?. No lo sé. Sólo puedo decir que luego de varios días de caminar entre las ruinas y dormir solitario en el corazón de esos lugares, serán muchas las otras noches en que, como un mensaje cifrado llegando a través de las brumas del sueño, despertaré sintiendo la proximidad del ´tumi´ a mi pecho, escuchando a la multitud, en comunión religiosa, murmurando plegarias muchos metros por debajo, y esperando el minuto último del primer rayo del sol asomando sobre el horizonte.